María de todos los Ángeles: la lucha de una madre por la salud de sus hijos

La travesía de María de los Ángeles Triana Becerri comenzó en 2017. Aquel día, se despidió de su madre en la terminal, abordó un autobús rumbo a Maracaibo para, posteriormente, desembarcar en Barranquilla. En el camino le robaron todas sus pertenencias, tuvo que caminar durante horas bajo la lluvia, dormir a la intemperie y soportar en silencio los improperios que le gritaban en la calle: “Me decían que me fuera, que no me querían aquí”.
Seis años después de aquel viaje, hoy vive en El Pueblito, un sector del suroccidente de Barranquilla, junto a sus tres hijos: Luis Frank, de 15 años; Luis Ángel, de 13; y Mariangelys, de 9.
La historia de María de los Ángeles es una entre las miles que comparten las personas migrantes venezolanas en busca de una vida mejor, empujadas por la asfixia de una crisis política y social cada vez más profunda. Pero en su caso hay un elemento adicional: su hijo mayor, Luis Frank, padece autismo severo, una condición que lo hace completamente dependiente.
Ella ha cargado con las consecuencias del exilio forzado —la distancia, la ausencia de su familia y la necesidad de empezar de cero en un entorno que no siempre es acogedor—, y se ha enfrentado sola a un sistema de salud hostil, que incluso ha llegado a negarle atención médica a sus hijos.
En julio cumplirá 32 años. Se expresa con energía, mueve constantemente las manos al hablar y su tono de voz es alto y optimista. Sin embargo, se quiebra cuando menciona a Luis Frank, ese niño alto y delgado que habita su propio universo, con quien ha tenido que aprender a comunicarse a fuerza de paciencia.

A los 17 años, María de los Ángeles quedó embarazada de Luis Frank. El niño nació de forma prematura, cuando apenas cursaba el sexto mes de gestación. “Me dijeron que tenían que practicarme una cesárea de urgencia porque el bebé estaba entre la vida y la muerte”, recuerda. Luego, cuando el niño estaba por cumplir dos años, comenzó a mostrar comportamientos atípicos: retraso en el habla, escasa interacción y tendencia al aislamiento.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), aproximadamente uno de cada 100 niños presenta trastornos del espectro autista. Las habilidades y necesidades de cada uno pueden variar con el tiempo: mientras algunos logran desarrollar una vida autónoma, otros, como Luis Frank, requieren apoyo permanente.
Mientras él crecía, asistía a terapia en un centro de rehabilitación en Punto Fijo, cerca de Coro. Poco después nació su segundo hijo, Luis Ángel, y cuatro años más tarde llegó Mariangelys, justo cuando la situación económica de la familia se deterioraba y la relación con el padre de los niños ya estaba prácticamente rota.
Con ese panorama, la vida de María dio un giro drástico. Tuvo que dedicarse por completo al cuidado de su hijo mayor, mientras los más pequeños aprendían, desde muy temprana edad, a colaborar en el hogar y a apoyar a su hermano. Para Luis Frank, el camino tampoco fue sencillo: además del autismo, fue diagnosticado con el síndrome del cromosoma X frágil, una alteración genética que provoca discapacidad intelectual, hiperactividad, ansiedad y convulsiones. A esto se sumó un diagnóstico más: pie equino, una deformidad congénita que afecta la posición del pie y le dificulta caminar con normalidad.

Destino: Colombia
Tres hijos a cargo, una relación sentimental deteriorada y la delicada condición de salud de Luis Frank angustiaban a María. “Venezuela se estaba convirtiendo en un lugar inhabitable. En la escuela dejaron de ofrecer alimentos, y mis hijos y yo sufrimos de desnutrición. Lo poco que conseguía era para que pudieran comer algo”, relata.
Al ver su situación, una vecina colombiana que vivía cerca de su casa la animó a viajar con ella a Barranquilla, bajo la promesa de un trabajo que mejoraría sus condiciones de vida. María lo dudó. Aquel viaje implicaba dejar a los niños al cuidado de su hermana y de su madre, quien trabajaba la mayor parte del tiempo. No fue una decisión fácil.
Cuando se convenció de que no le quedaba otro camino, pidió dinero prestado y emprendió el viaje. Su padre había nacido en Colombia. De la familia paterna sabía que su abuelo fue asesinado por la guerrilla, y que por esa razón emigraron a Venezuela en 1975. Para María, este lado de la frontera no le era del todo ajeno: no solo por los lazos familiares o por las telenovelas —le encantaba La costeña y el cachaco—, sino también porque en su barrio vivían muchos colombianos que, como su familia, habían huido en busca de estabilidad.
Las relaciones entre Venezuela y Colombia han estado marcadas por procesos migratorios de doble vía. Si en las décadas de 1950, 1960 y 1970 el flujo fue hacia Venezuela, ahora ocurre en sentido contrario. Según datos de Migración Colombia, al 29 de febrero de 2024 se encontraban en el país 2.845.706 migrantes venezolanos. El departamento del Atlántico, al que llegó María, alberga aproximadamente el 7,2 % de esta población, ubicándose como el cuarto departamento con mayor número de migrantes venezolanos, después de Bogotá, Antioquia y Norte de Santander.
Un nuevo capítulo
Una vez en Barranquilla, María se estableció en el barrio El Pueblito, donde se topó con una realidad muy distinta a la que le habían prometido. El trabajo como empleada en un restaurante no solo era precario, sino también degradante. “Dormía en una colchoneta en el suelo y tenía que soportar insinuaciones de los clientes, humillaciones, explotación laboral. Me pagaban 10.000 pesos diarios y me menospreciaban por ser venezolana”, cuenta.
Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), las mujeres migrantes venezolanas representan el 51% de esta población en Colombia. Al igual que María, muchas de ellas enfrentan estigmas y prejuicios que las asocian con el trabajo sexual o la delincuencia, lo que limita gravemente sus posibilidades de integración social y económica.
A la estigmatización y las humillaciones se sumó el laberinto burocrático para obtener su cédula colombiana, un derecho que le correspondía por ser hija de colombiano. El proceso incluyó múltiples visitas a la Registraduría e incluso un viaje a Cali para tramitar el documento de identidad y regularizar su situación migratoria. Pero lo más difícil aún estaba por venir: tras dos años de esfuerzos, idas y venidas, y breves visitas para ver a sus hijos, finalmente logró trasladarlos a Barranquilla.
Los niños llegaron a Colombia en diciembre de 2019. María, con lo poco que había logrado ahorrar, organizó el viaje. Sin embargo, pronto enfrentó nuevos obstáculos: la atención médica se convirtió en otra barrera, marcada por trámites interminables e incluso prácticas irregulares. “Me hicieron pagar por documentos que deberían ser gratuitos, como el RUMV”, denuncia.

Las urgencias médicas tampoco ofrecieron alivio. A su hija Mariangelys, que presentaba un fuerte dolor de oído y llagas en la boca, le negaron la atención en el Hospital Camino Suroccidente bajo el argumento de no contar con los documentos requeridos. María aún se conmueve al recordar ese momento. “Mi hija me dijo: ‘Yo sé que a mí no me quieren porque soy venezolana’”.
Aquellas palabras tan devastadoras le dieron, paradójicamente, un nuevo impulso. Desde ese momento, María decidió informarse, aprender sobre sus derechos y no permitir más abusos. Cuando le tocó el turno a Luis Frank y se negaron a atenderlo en el centro médico, ya estaba preparada. Esta vez, no iba a quedarse callada.
Con paciencia y perseverancia, acudió a distintas instituciones de salud y organizaciones sociales. Consultó con especialistas, buscó alternativas de tratamiento y tejió redes de apoyo enfocadas en la atención de personas con discapacidad. A pesar de la discriminación, hizo valer sus derechos y logró que su hijo fuera atendido dignamente.
En esa búsqueda, encontró aliados clave como World Vision, Plan Internacional y otros organismos que respaldaron su causa. Gracias al acompañamiento de profesionales, accedió a asesoría médica especializada y a programas de apoyo financiero que cubrieron terapias, medicamentos y tratamientos para Luis Frank. Hoy, María se ha convertido en un referente en su comunidad más cercana: orienta y acompaña a otras madres en situaciones similares, ayudándolas a conectarse con las instituciones que una vez la apoyaron a ella.
María asegura que, con el tiempo, ha aprendido a conocer mejor a su hijo y a responder a sus necesidades. En realidad, toda la familia lo ha hecho. Sus hermanos también han crecido con esa conciencia, especialmente Mariangelys, la menor de la casa, quien, a pesar de su corta edad, se ha convertido en una cuidadora atenta y amorosa. Su apoyo conmueve profundamente a su madre.

Ha sido una lucha desigual y compleja, pero María no se amilana. Para sostener a su familia, vende postres caseros y participa activamente en iniciativas comunitarias. Además, logró obtener la doble nacionalidad y tramitó el Permiso de Protección Temporal (PPT) para sus hijos, lo que le permitió afiliarlos al sistema de salud y garantizar su atención médica.
Migrar sin protección
María de los Ángeles ha vivido en carne propia lo que significa encontrar un puerto seguro en medio de la tormenta del desplazamiento forzado. Gracias a programas de cooperación internacional logró acceder a servicios de salud, orientación legal y acompañamiento psicosocial. Su historia, sin embargo, es apenas una entre miles que hoy están en riesgo, tras el cierre de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y la eliminación de rutas legales para la migración promovidas por la actual administración de Estados Unidos.
Durante años, el compromiso bipartidista de EE. UU. con la causa democrática en Venezuela se tradujo en apoyo humanitario y en la implementación de mecanismos de protección para quienes huían de la crisis. Programas como el Estatus de Protección Temporal (TPS), el parole humanitario y los centros de movilidad segura ofrecieron salidas legales, dignas y seguras. Pero ese respaldo histórico se ha derrumbado.
En una de sus primeras acciones, el gobierno de Donald Trump eliminó el parole humanitario para ciudadanos de Venezuela, Haití, Cuba y Nicaragua. Hasta diciembre de 2024, más de 117.000 venezolanos habían ingresado legalmente a EE. UU. bajo esta figura, pero la vía se cerró abruptamente en enero de 2025, dejando incluso a 3.430 personas ya aprobadas en un limbo migratorio. Luego, el Departamento de Seguridad Nacional revocó la extensión del TPS, lo que ha dejado a cerca de 700.000 venezolanos expuestos a la deportación, sin estatus legal, sin derecho a trabajar y sin opciones para sostener a sus familias.
El golpe final llegó con el cierre de USAID, una agencia clave en la implementación de programas de ayuda humanitaria en América Latina. Lo que se perfilaba como una amenaza ahora es una realidad. Según expresó el secretario interino de Estado, Marco Rubio, “la agencia ha sido crítica en misiones que ya no reflejan nuestra estrategia nacional”. Ese cambio de rumbo no solo desmontó una infraestructura de ayuda vital, sino que ha desarticulado procesos de atención, protección e integración en varios países de la región, como Colombia.
El impacto ha sido inmediato y profundo. El cierre de las Oficinas de Movilidad Segura (SMO) en Colombia, Guatemala, Costa Rica y Ecuador dejó a miles de personas —que ya habían renunciado a protecciones locales— sin alternativas. Mientras tanto, iniciativas como los Centros Intégrate en Colombia o la Operação Acolhida en Brasil, que contaban con financiación parcial de USAID, han sufrido recortes drásticos que comprometen su capacidad de respuesta.
El acceso a rutas de integración, defensa de derechos humanos, empoderamiento femenino, atención psicosocial y protección de comunidades LGBTI+ está perdiendo el respaldo que durante años brindó estabilidad y esperanza. En países como Colombia, Ecuador o Haití, la cooperación de USAID fue crucial para sostener procesos de construcción de paz, salud mental, educación y fortalecimiento institucional. Hoy, esos procesos quedan en pausa, si no en retroceso.
La historia de María de los Ángeles ya no es solo un símbolo de esperanza, sino también una advertencia urgente sobre lo que estamos perdiendo. Es el espejo de lo que ocurre cuando se desmantelan los mecanismos de protección y se cierran las puertas a quienes solo buscan rehacer su vida lejos del conflicto, la violencia y la persecución. “No pedimos caridad, solo la oportunidad de vivir con dignidad”, dice María. “Si a mí me ayudaron, ¿por qué negarle hoy esa ayuda a otra madre que también está luchando por sus hijos?”.

Este trabajo periodístico fue elaborado en el marco de ‘Periodismo en movimiento. Laboratorio de creación de historias sobre migración venezolana en Colombia’, iniciativa de Consejo de Redacción y el Proyecto Integra de USAID. Su contenido es responsabilidad de sus autores y no refleja necesariamente la opinión de USAID o el Gobierno de los Estados Unidos.