María La Baja le canta a la paz con bullerengue

A las 12 del mediodía en María La Baja, el redoble de un tambor alegre y las palmas incesantes marcan el inicio de la clase. Uno a uno van llegando niños y jóvenes de entre 8 y 17 años bajo la guía de la maestra Pabla Flórez, considerada un baluarte del bullerengue en los Montes de María. Al unísono revientan las manos contra los cueros del tambor y el canto ancestral cimarrón llena el aire, invitando a creer que no todo está perdido. Esta escena esperanzadora contrasta con el oscuro pasado de la región: Montes de María, entre los departamentos de Bolívar y Sucre, fue por años una zona de guerra. Más de medio centenar de masacres, miles de desaparecidos, desplazados y pueblos arrasados la convirtieron en uno de los territorios más golpeados por el conflicto armado colombiano. En medio de ese dolor, las comunidades rurales encontraron en la música tradicional un refugio y una forma de resistencia.

El bullerengue, un género musical y danza de raíces afrodescendientes, se ha mantenido como hilo identitario aun en tiempos de violencia. Originario del Caribe colombiano, es un “baile cantao” propio de las comunidades afro de Bolívar, Córdoba y Sucre, que por generaciones ha acompañado la vida de los pueblos negros de la región. Se caracteriza por su esencia femenina: como explica el investigador Enrique Muñoz, “el bullerengue es un canto femenino que nació de las represiones contra los esclavos. A las mujeres solo se les permitía hacer música sin la presencia de hombres... esto permitió crear una forma musical netamente femenina”. Su origen se remonta a los palenques cerca de Cartagena, desde donde se difundió hacia Córdoba, Sucre e incluso Urabá. Es, por nacimiento, una expresión de resistencia y libertad: un canto y baile surgido de la unión de los negros libertos, que integra música, danza y tradición oral como parte de la identidad cultural afrocolombiana.
Gracias a las cantadoras (las matronas portadoras del canto) esta tradición sobrevivió y floreció. Figuras legendarias como Petrona Martínez, Etelvina Maldonado o Ceferina Banquéz dedicaron su vida a este arte, y en María La Baja la gran maestra Eulalia González Bello, “La Yaya”, fue considerada por muchos la reina vitalicia del bullerengue local. Su hija, Pabla Flórez, heredó ese legado y hoy lidera la nueva generación bullerenguera de la región.

Durante las décadas de guerra, cantar bullerengue se volvió un acto de resiliencia. Esas letras y ritmos, transmitidos de abuelas a nietas, narraban la cotidianidad del campo, las penas y alegrías de un pueblo afrodescendiente, y sirvieron para sanar las heridas invisibles que dejó la violencia.
“El bullerengue era nuestro bálsamo,” dice Pabla Flórez, recordando los años más duros de la violencia. “En los peores momentos del conflicto nos reuníamos a cantar bajito, con miedo pero sabiendo que nuestras tradiciones no podían ser calladas por las balas. La música nos mantuvo la esperanza viva”.

Desde la Escuela: música para sanar y educar
Pabla Flórez guía un taller de bullerengue con jóvenes en la Escuela de Formación Integral Artística y Cultural “La Yaya”, en María La Baja, Bolívar. La semilla que plantó La Yaya hoy crece en un proyecto educativo único. Fundada hace pocos años, la Escuela es la primera escuela formal de bullerengue en Colombia. Este proyecto es fruto del trabajo colectivo de la Corporación Buen Vivir, del colectivo cultural Pal’ Lereo Pabla y de la propia maestra Pabla, quienes concibieron la formación de individuos integrales educados en valores, teniendo como eje principal la música tradicional del bullerengue como integradora social de la comunidad.
La escuela ha sido reconocida oficialmente como gestora cultural y de paz en el departamento de Bolívar y en el municipio, por su labor de salvaguardia del patrimonio inmaterial. Allí se honra la memoria de las grandes cantadoras del bullerengue, se preserva y proyecta esta cultura musical a nivel nacional e internacional, promoviendo una formación integral que aporte a la construcción de paz, la afirmación de la identidad cultural y la convivencia ciudadana.

Su programa educativo continuo gira en torno al bullerengue como eje temático central, entrelazado con otros componentes de las diversas manifestaciones culturales de la región. En palabras de Pabla Flórez, el objetivo es “sembrar futuro desde la música”: formar niños, niñas y jóvenes como seres humanos integrales, orgullosos de su herencia y con herramientas para construir un mundo mejor a través de sus saberes.
Hace poco, gracias a un estímulo del Ministerio de las Culturas, la escuela ejecutó el proyecto “Legado de Yaya”, una iniciativa para fortalecer el relevo generacional del bullerengue. Junto a más de 25 niños, niñas y adolescentes de María La Baja, Pabla y su equipo vivieron un intenso bootcamp artístico en el que recibieron formación en canto, percusión, danza y hasta producción discográfica. Pero más allá de las técnicas y los ritmos, el proceso les permitió conectar con su identidad afrodescendiente y con una herencia que resiste al olvido: el bullerengue tradicional.
La cosecha de este proceso educativo ya comienza a sentirse. En el marco del proyecto, las y los estudiantes de “La Yaya” compusieron tres canciones originales (“Vuelan las mariposas”, “Ahí van los peces” y “Mi tío Pacho”) las cuales se han convertido en declaraciones de resistencia, de amor al territorio, de historia y esperanza. Estas piezas, inspiradas en vivencias de su comunidad, combinaron la poesía tradicional con las voces frescas de la juventud, dando lugar a un álbum colaborativo en gestación. Al final del ciclo formativo, un emotivo concierto comunitario sirvió de culminación: los jóvenes bullerengueros subieron al escenario local para compartir con orgullo sus composiciones. Familias enteras aplaudieron bajo la noche estrellada, celebrando cómo el toque del tambor y el canto de los chicos y chicas podían convertir el dolor del pasado en un canto de esperanza para el porvenir.
La voz de “La Yaya” vive en Pabla Flórez
Si la Escuela lleva el nombre de Eulalia González Bello “La Yaya”, es porque toda su filosofía se nutre de la senda que esta matriarca trazó. Eulalia, quien fuera cantaora vitalicia de María La Baja hasta su fallecimiento en 2018, dejó un legado imborrable en cada tambor y cada copla de la región. Pabla Flórez, su hija, es hoy la portadora principal de esa antorcha cultural. Reconocida ya entre las grandes figuras del género (su nombre figura junto al de Petrona, Ceferina, Martina Camargo o Etelvina en la lista de maestras memorables del bullerengue) Pabla interpreta con maestría los cantos tradicionales e innova y crea nueva música a partir de sus raíces.
Prueba de ello es su más reciente sencillo, “La Chicha”, lanzado en 2025. Esta canción rescata la antigua práctica comunitaria de elaborar la chicha de corozo (una bebida tradicional a base de un fruto del bosque seco tropical) y la convierte en símbolo musical de subsistencia, cohesión comunitaria, transmisión de saberes, gastronomía, identidad afrodescendiente y espiritualidad popular. En ella canta sobre el corozo, las piladoras, los tambores y las totumas. En sus versos resuena un lema poderoso: “No podemos dejar perder las raíces”, una consigna que resume la misión de toda una comunidad de llevar sus raíces culturales siempre hacia adelante.
La propia Pabla relata cómo esta canción nació de un proceso colectivo casi espiritual. “‘La Chicha’ surgió como una revelación; estábamos recordando las recetas y cantos de mi mamá La Yaya cuando nos dimos cuenta de que allí había una historia que contar”, comenta. “Es un bullerengue que nos conecta con la tierra y con nuestros ancestros; cada vez que la canto, siento la voz de mi madre y de todas las cantadoras que ya no están, pero que nos siguen guiando”. Para ella, cada logro artístico es una ofrenda a su comunidad: “Todo esto es por María La Baja, por Montes de María. Si mi mamá estuviera viva, estaría orgullosa de ver a los niños cantando bullerengue, de ver que el pueblo sana cantando”, dice con emoción.

El bullerengue como modelo de paz
En María La Baja, cuando la violencia aún rondaba las veredas y el silencio se imponía en las noches, el bullerengue no dejó de sonar. A veces bajito, en patios de tierra o en cocinas donde las mujeres golpeaban ollas para acompañar el canto, otras veces con la fuerza del tambor que hacía temblar el suelo. Allí, en medio de la guerra, la música se convirtió en un refugio y en una manera de recordarse vivos.
La pregunta inevitable es si este modelo puede replicarse en otras comunidades que han enfrentado circunstancias similares. Todo indica que sí, siempre y cuando se parta de lo esencial: un reconocimiento profundo de la tradición y de quienes la encarnan.
La autenticidad y la fuerza de ese vínculo intergeneracional son el corazón del proyecto. En cualquier otro territorio, identificar y respaldar a los sabedores locales (las cantadoras, los tamboreros, las artesanas de la palabra) sería el primer paso para que la experiencia tenga raíces verdaderas y no se quede en una imitación superficial.

El otro pilar está en la forma en que la comunidad se involucra y en cómo las instituciones respaldan ese proceso. El éxito de la Escuela no se explica solo por la pasión de quienes la integran, sino también por la alianza con organizaciones culturales que han apostado por financiar proyectos de base. En contextos donde el Estado suele estar ausente, esa articulación resulta vital.
A todo esto se suma una dimensión clave: la inclusión y la equidad. En la escuela, niñas y niños se forman como iguales, pero son las mujeres jóvenes quienes han encontrado un espacio privilegiado para liderar. Ese énfasis en la equidad de género abre el camino a nuevas generaciones con más conciencia de la igualdad. La enseñanza del tambor y el canto se acompaña de valores como el respeto, la solidaridad y el orgullo étnico, recordando que el arte no se enseña en abstracto, sino que se vive en comunidad y con principios compartidos.
En última instancia, lo que este modelo enseña es que invertir en cultura es apostar por raíces fuertes y por nuevas voces. Las décimas cantadas en lengua palenquera, los bailes al son del tambor, los lereos improvisados en medio de la rueda, son estrategias de resistencia. Allí donde hubo desplazamiento y muerte, hoy la música resuena como respuesta a la violencia. El bullerengue, con su alegría rebelde, desafía al silencio de la guerra y convoca a un futuro distinto.
Al caer la tarde, mientras los tambores suenan en la distancia y los niños entonan sus cantos, se renueva un pacto comunitario: no dejar perder las raíces. En los Montes de María, ese legado se vive, se canta, se baila. Cada voz juvenil que se suma a la rueda es un latido que une y fortalece. Y hoy, como siempre, ese latido sigue sonando, recordando que la identidad es la base sobre la que se construye la paz.
