Son Callejero: de la calle al escenario, la orquesta que renació con la salsa

De las calles del centro de Bogotá a los escenarios, Son Callejero es la primera orquesta de inclusión social en Colombia. Sus integrantes, antiguos músicos de renombre que cayeron en la adicción y vivieron en situación de calle, encontraron en la salsa una razón para volver a vivir. Hoy, desde su Casa Taller, enseñan a niños y jóvenes que el arte también puede salvar vidas.
Autor: José Ignacio Estupiñán
Septiembre 19, 2025

La luz dorada de la tarde se cuela entre persianas viejas, iluminando el polvo que flota sobre los tambores. Afuera, el bullicio del barrio Santa Fé se mezcla con el olor a fritanga, pero dentro de la casona, solo reina la clave y el eco de unas congas. Allí funciona la Casa Taller Son Callejero, un refugio musical donde retumba la salsa y se tejen segundas oportunidades.

En el centro de la sala de ensayos, un hombre canoso aporrea las congas con maestría. A su alrededor, un corrillo de niños sigue el ritmo con palmas y sonrisas. El percusionista chocoano Antonio Ortiz, conocido cariñosamente como “Toño”, levanta la vista y exclama: “¡La salsa nos salvó la vida, pelaos!”. Los pequeños lo miran con admiración; quizá no imaginan que este maestro de 64 años pasó ocho años “perdido” en las calles antes de reencontrarse con la música. Como Toño, otros veteranos de la salsa colombiana, antiguos habitantes de la calle, han hallado en Son Callejero una tabla de salvación.

Hace 15 años, cada integrante de Son Callejero tocó fondo de manera distinta. Alberto Puello Villarreal “El Halcón”, por ejemplo, fue en los años 80 un vocalista estelar que compartió tarima con orquestas legendarias (Los Titanes, El Nene y sus Traviesos, la Sonora del Caribe) e incluso ganó un Congo de Oro en Barranquilla. Sin embargo, las adicciones y los excesos terminaron por marginarlo. Para mediados de la década de 2000, El Halcón sobrevivía cantando boleros en buses de TransMilenio por unas cuantas monedas. “Pensé que iba a morir en el olvido, con mi voz gastándose en las calles”, confiesa con voz ronca y mirada sincera.

Historias similares comparten Edgar Espinosa, Roberto Echeverría y Alberto López de Mesa, músicos de amplia trayectoria que un día lo perdieron todo.

Espinosa fue saxofonista y cofundador del mítico Grupo Niche, giró por el mundo con orquestas de primera línea, pero terminó viviendo años bajo los puentes de Bogotá en situación de vulnerabilidad. Echeverría, un arreglista brillante que colaboró con Fruko, Joe Arroyo y Richie Ray, perdió casa, instrumentos y familia por culpa del bazuco, hasta dormir en el Cartucho. Alberto López, apodado “El Poeta”, pasó cuatro años alojándose en hoteles precarios; detrás de su barba descuidada, conservaba sin embargo la sensibilidad para escribir canciones sobre aquel infierno personal.

Estos artistas, que alguna vez brillaron en tarimas internacionales, se vieron reducidos a la marginalidad, invisibles para la industria musical y la sociedad. “Llegaron de a poco y por lo mismo: traguito, mucha rumba, el bazuco de la mañana, de la tarde...”, describió gráficamente un reportaje sobre sus vidas errantes. Eran, en palabras de su director, “renegados de la industria musical, pero el talento permanecía intacto”.

El encuentro que cambió sus destinos

La redención de estos músicos comenzó en 2009 con un encuentro fortuito. Dairo Cabrera, un gestor cultural originario de los Montes de María, trabajaba entonces como tallerista musical en un programa distrital con habitantes de calle. “Al inicio no imaginábamos que íbamos a encontrar grandes salseros viviendo en las calles de la ciudad”, recuerda. En el hogar de paso Oasis, un refugio para personas sin hogar en el centro de Bogotá, Dairo quedó sorprendido al ver a un participante tocar las congas con una técnica impecable. Aquel hombre reservado resultó ser Toño, ex percusionista de orquestas como Guayacán y la Latin Brothers, quien enfrentó una fuerte adicción. “Este tipo le pegaba a la conga como profesional”, rememora el gestor cultural.

Intrigado, entabló conversación con Toño, quien le habló de otros músicos en situación de calle. Dairo empezó entonces una peculiar “cacería” por las calles y albergues de Bogotá: halló a Roberto Echeverría detenido en una Unidad de Reacción Inmediata (URI) por un incidente menor y consiguió que lo dejaran salir para un ensayo; localizó a Edgar Espinosa, malviviendo entre amigos y basureros; reencontró a El Halcón, a quien había admirado de joven, ganándose la vida cantando en las esquinas. Uno a uno los fue rescatando del olvido y convocando a ensayar.

Así nació Son Callejero. Desde el inicio el objetivo fue claro: dar una nueva oportunidad a músicos talentosos cuyo brillo se había opacado por las drogas. “Nos propusimos vencer la marginalidad,” enfatiza Dairo, “la música se volvió nuestra herramienta principal para la redención. Queremos que, con nuestras canciones y testimonios, esas historias no se repitan”, agrega el gestor cultural.

Con disciplina, las manos temblorosas de tanto consumo fueron recordando viejos oficios: dedos ávidos volvieron a recorrer el teclado del piano, labios resecos retomaron el trombón, cuerdas vocales cansadas desempolvaron sones y boleros. El talento innato de estos maestros seguía vivo bajo la costra de la calle, y Son Callejero lo sacó a flote. “Entre nosotros había mucho talento musical, y ninguno quería morir en el olvido”, afirma El Poeta, quien compuso temas inspirados en aquella época dura.

Precisamente, el primer álbum que grabaron se tituló “Las calles son mías”, con canciones como “Veneno infernal” o “El son de la prevención”, donde narran crudamente la realidad del Cartucho y advierten sobre “el árbol prohibido” de la droga. Era su catarsis personal convertida en salsa brava.

La metamorfosis sobre la tarima

Volver a pisar un escenario fue para estos músicos una experiencia transformadora. Tras meses de ensayos en centros comunitarios, con algunos tropiezos cuando “les entraba la ansiedad de consumir”, como admite Dairo, Son Callejero debutó ante el público. “Cuando los integrantes de Son Callejero entran a una tarima, se transforman y tocan con la capacidad de músicos veteranos”, describe el gestor cultural con orgullo.

Y no es exageración: en escena, el sexteto suena como una orquesta de vieja guardia, con el sabor y la solvencia de quienes forjaron la salsa colombiana décadas atrás. El público los recibe con asombro y ovaciones.

En 2012, con apenas dos años de haberse formado, Son Callejero abrió conciertos de ChocQuibTown y Doctor Krápula, y cerró con broche de oro el Festival Iberoamericano de Teatro en Bogotá. “Volver a un escenario fue como volver a la vida”, asegura El Halcón, quien cada vez que entona un son montuno siente que exorciza sus viejos demonios.

Sin embargo, el camino no ha sido sencillo. Durante años, carecieron de instrumentos propios y lugar de ensayo fijo; para cada presentación, Dairo debía rebuscarse el préstamo de instrumentos y uniformes para los músicos. Aun así, la orquesta se mantuvo activa contra viento y marea, presentándose en cuanto escenario les abría las puertas: colegios, plazas populares, eventos culturales. “Nos hemos sostenido como una familia”, dice Dairo.

La historia de los músicos empezó a atraer miradas foráneas: documentalistas y periodistas universitarios registraron su gesta, maravillados de cómo estos “artistas con cicatrices en el alma” (como los describen en sus redes sociales) convirtieron su tragedia en música. En 2018, un grupo de franceses incluso lanzó un crowdfunding para dotarlos de instrumentos y un lugar de ensayo. “Cuando nos entrevistaron, creían que éramos famosos”, recuerda Dairo con una sonrisa, “pero muchos de nuestros músicos seguían trabajando día a día para sobrevivir”. Con todo, la semilla de su labor ya germinaba en algo más grande que ellos mismos.

La Casa Taller, un lugar de esperanza para la nueva generación

El siguiente paso natural, alimentado por su propia vivencia, fue volcar su energía a la prevención. “Nos dimos cuenta de que contando nuestra historia conectábamos de forma auténtica con la gente, en especial con los jóvenes”, explica Dairo. Así nació la Casa Taller Son Callejero, un proyecto comunitario en el corazón de Bogotá que busca que ningún joven tenga que recorrer la misma trocha de la drogadicción y la calle.

Desde una sede histórica en la calle 24 con carrera 13 —la primera casa del legendario Goce Pagano, templo salsero de la capital— la Casa Taller abre sus puertas dos tardes a la semana. Allí, casi 60 niños y jóvenes entre 5 y 17 años asisten los martes y jueves a talleres de música, danza y otras artes. Son chicos y chicas del centro de Bogotá, muchos hijos de familias migrantes y de madres cabeza de hogar que ejercen la prostitución, menores que crecen en contextos con alto riesgo de explotación y permanencia en la calle. En este espacio seguro, en lugar de quedar atrapados por esos entornos, encuentran la oportunidad de aprender a tocar instrumentos, cantar y expresarse con el cuerpo y la palabra, construyendo nuevas posibilidades de vida.

Los talleristas son los mismos músicos de Son Callejero junto a profesores aliados. Cada nota que enseñan lleva implícito un mensaje: “La salsa me alejó del vicio, y a ti puede alejarte también”. El Poeta, compuso un son montuno titulado “Rumba, calle y de ñapa, prevención”, cuyo coro corean alumnos y maestros por igual. “No queremos que se repitan nuestras historias”, dice El Poeta mientras afina su guitarra, “por eso les hablamos claro: detrás de cada rumba viene la resaca dura. Mejor bailen, canten, toquen un instrumento, pero no se metan en la droga”.

La Casa Taller se financia con mucho esfuerzo y amor al arte. Ha recibido apoyos gubernamentales: en 2023, la agrupación ganó la Beca de Iniciativas Culturales para Personas Mayores, un estímulo de 17 millones de pesos otorgado por la Secretaría de Cultura de Bogotá. Con esos recursos produjeron un documental titulado “Memorias que reivindican la experiencia”, donde los propios músicos relatan su travesía desde la adicción hasta la reintegración social. “Para nosotros era importante contar nuestra historia por nosotros mismos, con el sentimiento callejero intacto”, afirma Dairo sobre el documental.

Adicionalmente, la fundación ha tejido alianzas con iniciativas locales: bancos de alimentos que aseguran refrigerios dignos para los niños, ONG barriales que apoyan con actividades artísticas. Pero, sobre todo, la Casa Taller se sostiene por la convicción férrea de sus miembros.

Un legado de inclusión y sones por venir

Al caer la noche, la Casa Taller cierra sus puertas hasta el próximo ensayo. Los niños se despiden con abrazos de sus maestros músicos. En el salón vacío quedan ecos de un viejo bolero y las risas recientes. Para Dairo y sus compañeros, cada jornada es una victoria sobre la sombra del pasado.

“Lo mejor para evitar esa trocha (de la calle) es no cogerla; mejor agarren el camino del río”, reflexiona Dairo, parafraseando las lecciones que suele repetirles a sus pupilos. En la jerga de Son Callejero, “el camino del río” significa el camino del arte, de la salsa que fluye y lleva lejos de la violencia y la droga. Tras 16 años de lucha, la orquesta sabe que no puede aflojar el paso. Sueñan con más apoyo y reconocimiento, para que su Casa Taller pueda crecer y perdurar. “Esperamos que Bogotá se apropie de Son Callejero en todo sentido, que nos ayuden a fortalecer esta casa de música”, asegura Dairo.

No se trata solo de darles instrumentos o contratos, sino de validar su legado. Estos maestros veteranos de la salsa, que un día fueron descartados por la industria, hoy están sembrando semillas de cambio en su comunidad. Y lo hacen al son de guajiras, sones y guaguancós, con una pasión intacta.

La orquesta es, como lo describen quienes los han visto en vivo, “salsa con cicatrices”. Cada solo de trompeta lleva el eco de noches a la intemperie; cada pregón improvisado desprende verdades aprendidas en carne propia. Su música es testimonio y mensaje: suena para recordar que “a través de la música y el arte se pueden superar muchas adicciones, pero sobre todo se pueden prevenir”.

Son Callejero, la orquesta que nació de la calle, hoy pertenece al escenario y a la comunidad. Y mientras haya clave, bongó y un coro que los acompañe, seguirán remando río arriba, lejos de la corriente que un día casi los arrastra.